"Egos", acrílico
sobre tela, 84x100, Adamus
“No améis al mundo, ni las cosas que están
en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. / Porque
todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y
la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. / Y el mundo
pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre.”
1 Juan 2:15-17
1 Juan 2:15-17
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ay cuatro “egos” que nos persiguen. Son: el egoísmo, la egolatría, el
egocentrismo y el egotismo. No es fácil desprenderse de ellos, puesto que
nuestra carne (mente, corazón y cuerpo) está inclinada al mal. Gracias a Dios
que Él nos ha implementado con Su Palabra y Su Espíritu Santo para vencer
nuestra naturaleza caída. Ciertamente el diablo, enemigo de nuestras almas, nos
tienta e incentiva el pecado en nosotros. Pero la responsabilidad es nuestra,
no podemos culpar a otro, por poderosa que sea su influencia, si Dios nos ha
amado tanto dándonos el perdón. Lo menos que podemos hacer es responderle con
gratitud y fidelidad, luchando contra las pasiones que quieren dominarnos y
amándole como a un Padre.
Veamos de qué tratan estos enemigos interiores.
1)
El egoísmo.
La palabra egoísmo deriva del latín ego, que
significa “yo”, e ismo, “tendencia”. El egoísmo sería ese inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender
desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás. La persona
egoísta pone siempre en primer lugar sus propios intereses y actúa como dice el
refrán: “primero yo, segundo yo, tercero yo”. Está bien amarse a sí mismo, como
la Escritura lo deja ver en el mandamiento: “Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas,
y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” (San Lucas 10:27) Lo que no es correcto es amarse únicamente a sí
mismo, en desmedro de los demás y de Dios.
El egoísmo gobierna el espíritu de
la persona que no ha recibido a Jesús en su vida. Desde el momento en que la
persona renuncia a su yo para vivir por Cristo Jesús, comienza el amor a
gobernar su vida “porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5)
Dice San Pablo que el “amor no es
jactancioso, no se envanece” (I
Corintios 13:4) Contrariamente el egoísta tiene puestos los ojos sólo en sí
mismo y es falto de humildad. Quien tiene amor “no busca lo suyo”; en cambio el hombre dominado por amor a su yo,
sólo piensa y actúa para la propia satisfacción.
El buen
cristiano ha de luchar contra el egoísmo haciendo morir todo pensamiento y
sentir que busque satisfacerse sólo a sí mismo, es decir complacer su
carnalidad “y los que viven según la
carne no pueden agradar a Dios.” (Romanos
8:8) Los pecados de vanidad y orgullo están ligados al egoísmo y son obras
de la carne, por tanto hay que hacerlos morir con el poder del Espíritu “porque si vivís conforme a la carne,
moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.”
(Romanos 8:13)
Los discípulos
de Jesucristo vencen el egoísmo, pues “no
andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.” (Romanos 8:1)
2)
La egolatría.
El término “egolatría” se ha construido con
la palabra latina ego, yo, y latría, adoración. Por
tanto egolatría es la adoración de sí mismo.
Los primeros mandamientos de Dios ordenan la lealtad y
fidelidad al Señor. Dice la Palabra “No tendrás
dioses ajenos delante de mí.” (Éxodo 20:3) La adoración de sí mismo es hacer de la propia
persona un “dios”, una falta a la lealtad para con el verdadero Dios. El
excesivo amor a sí mismo no se condice con la fe cristiana. Continúa el texto
veterotestamentario ordenando la fidelidad
a Dios: “No te harás imagen, ni ninguna
semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las
aguas debajo de la tierra. / No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque
yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso…” (Éxodo 20:4,5) El ególatra, como en la leyenda griega de Narciso,
adora su propia imagen. La egolatría es rendirse culto a sí
mismo, algo que en la actualidad se puede observar en algunos líderes
políticos, culturales y hasta religiosos. Tal cosa, la egolatría, es idolatría,
un pecado abominable al Dios Todopoderoso.
¿Cómo podrá
el discípulo evitar la egolatría? a) Adorando a Dios en todo tiempo, reconociendo
Su grandeza y misericordia; b) Considerando las cualidades del prójimo y
reconociéndolas; c) Aceptando la crítica constructiva y practicando humildad; y
d) Desarrollando una mirada de sí mismo autocrítica, alejada de la
autocomplacencia.
Sigamos el consejo del Apóstol
sobre el auto concepto: “Digo, pues, por la gracia que me es
dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí
que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida
de fe que Dios repartió a cada uno.” (Romanos 12:3)
3)
El egocentrismo.
El egocentrismo, del latín ego, yo, y centro,
es la exagerada exaltación de la
propia personalidad, hasta considerarla como centro de la atención y actividad
generales. Las personas egocéntricas viven en torno a su yo. Todo lo que sucede
en su entorno lo relacionan consigo mismas. Si alguien les cuenta de sus
problemas, no son capaces de salirse de sí mismos para escuchar al otro, sino
que vuelven la conversación hacia su yo: “a mí me está pasando eso también,
pero peor…” Los egocéntricos piensan que el mundo gira en rededor de ellos y
son incapaces de aceptar que muchas cosas pasan sin necesidad de su
intervención. Lo que no les hable de su yo, aquello en que no estén ellos
involucrados, no les interesa.
Como
todas las cosas humanas, esta actitud se puede revertir y puede llegar el
momento en la vida de un egocéntrico o egocéntrica, en que se percate de su
condición. Las circunstancias, los problemas, los desencuentros, los golpes,
pueden llevarlo a descubrirse. Pero la mejor forma de abandonar el egocentrismo
es sencillamente suprimiendo ese yo preponderante. Es lo que nos invita a hacer
Jesucristo cuando nos dice: “…Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.” (San Mateo
16:24)
Pocos
entienden que seguir a Jesucristo es negar el yo para ser como Él. Jesús se
negó a sí mismo como hombre para darse por entero a favor de la Humanidad.
Nosotros nos debemos negar al yo para entregarnos por entero a Jesucristo. Por
eso se habla de Él como del Esposo. Teniendo un corazón Cristocéntrico
abandonaremos el viejo corazón egocéntrico, y podremos sentir como Jesús, amor
por nuestros prójimos. Entonces podremos cumplir el consejo de la Biblia: “no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual
también por lo de los otros.” (Filipenses
2:4)
4)
El egotismo.
El egotismo es el prurito de
hablar de sí mismo. En Psicología
es el sentimiento exagerado de la propia personalidad. ¿Quién no
ha conocido alguien así? Siempre habla
y presume de sí mismo(a), de lo bien que piensa, siente o
hace las cosas. Lamentablemente no se detiene allí, lo cual puede ser
soportable, sino que va más allá y mira a todos para su provecho personal.
Utiliza a los demás para sus propios proyectos y ambiciones. No trepida en
pasar sobre la persona de su prójimo para alcanzar las metas que envanecen su
alma.
El egotista se sobrevalora y desprecia las cualidades de los demás. Es
un sujeto vanidoso, presuntuoso y altivo. El origen del egotismo puede estar en
una alteración psíquica (psicosis, manías) o bien es un rasgo adquirido del
carácter, siendo en ese caso permanente.
Pero tal actitud o rasgo de personalidad puede ser superada al conocer
la persona a Jesucristo. El profeta señala un “ay” para los vanidosos
egotistas: “¡Ay de los sabios en sus
propios ojos, y de los que son prudentes delante de sí mismos!” (Isaías
5:21)
La Biblia enseña: “Alábete
el extraño, y no tu propia boca; El ajeno, y no los labios tuyos.” (Proverbios 27:2) Que sean los demás
quienes reconozcan o admiren alguna cualidad que Dios nos otorgó, pero no es
propio de la humildad alabarse continuamente a sí mismo. Como dice San Pablo “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al
mundo.” (Gálatas 6:14)
¿Cómo
superaremos estos cuatro “egos” que nos persiguen?
El Evangelio de Jesucristo enseña al discípulo la manera eficaz de
superar y controlar el natural egoísmo, egolatría, egocentrismo y egotismo que
pueden permanecer o reaparecer en nuestro camino cristiano. La solución es en
verdad sencilla: a) Entregar la vida a Jesucristo; b) Morir al yo; y c) No vivir
para sí mismo sino para Dios y el prójimo. Es lo que Jesús nos dice en el
Evangelio:
“Entonces
Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz.” (San Marcos 10:21)
“Y
decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. / Porque todo
el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por
causa de mí, éste la salvará.” (San Lucas 9:23,24)
“Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el
pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. / Yo soy la vid, vosotros los
pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque
separados de mí nada podéis hacer.” (San Juan
15:4,5)
¡Mata tus “egos” y vive para Jesús!
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